sábado, 21 de enero de 2012

La enfermedad

 Hablar de este tema puede parecer, en un principio, algo doloroso, inadecuado y para algunos políticamente incorrecto. Curiosamente en el mercado hay suficiente bibliografía de lo que muchos definen como libros de autoayuda en donde se dan enigmáticas claves para justificar y a la vez soportar o hacer más llevaderas nuestras propias enfermedades. Tengo que reconocer que he empezado a leer más de uno de estos libros como también reconozco que jamás terminé ninguno. Ya que se trata de reconocer cosas, reconoceré que desde hace ya bastante tiempo y exceptuando las noticias del periódico de turno y algún que otro manual de algún programa informático, procuro evitar leer cualquier texto que pueda intoxicar o condicionar mi propia escritura. Es un acto reflejo que me autoimpongo para no caer en la tentación del plagio de ningún concepto o idea. No me interesa escribir algo que ya esté escrito sino más bien escribir aquello que rebota de lado a lado en el vacío de mi cabeza. Como el chiste puramente feminista en el que se relata la soledad de la única neurona que habita en el cerebro de un hombre, mi intención es tan simple como mi única neurona, contar los pensamientos de esa unidad.

Podríamos empezar afirmando, pensando en la enfermedad, que uno no es consciente de lo que abarca esta situación hasta que la padece. En una situación normal, de pequeñitos, sólo somos conscientes de la enfermedad aquellos días que por unas oportunas o inoportunas amígdalas inflamadas de-jamos de acudir al colegio dos o tres días, pero tampoco eso es una verdad ab-soluta, porque los hospitales infantiles están llenos, bastante llenos y eso lo sa-bemos, como mínimo una vez al año, cuando futbolistas de renombre invaden los hospitales infantiles de las respectivas ciudades que apadrinan sus clubes para entregar regalos, entre los que se incluye su propia presencia, a esos niños olvidados durante el resto del año.

Digamos que esta percepción, el poder analizar estos actos imperfectos se adquieren justamente al atravesar esa imaginaria línea que divide la salud de la enfermedad. Forma parte del lote de sensaciones y estados físico–mentales que se proporcionan al entrar en tan selecto club. Quizás la mejor manera de sintetizar éste y otros conceptos, y siempre desde un punto de vista estrictamente personal, sea el de hacer un relato cronológico de lo que supuso contraer y supone haber contraído una enfermedad que con absoluta seguridad me acompañará hasta el último de mis días.


Deberíamos retroceder aproximadamente unos diez años para encontrar, aunque sólo sea difuso, un supuesto origen de todo. En otras partes del libro hacemos mención del concepto educacional de que todo efecto viene precedido de una causa y en este tema, esta general premisa, cobra una mayor importancia puesto que en algún momento de la narración nos formularemos continuas pre-guntas del "porqué" que cuestionarán una y otra vez la relación entre causa y efecto.

Fue la primera mitad de los años 90, en un mes de junio, cuando em-prendí con dos amigos una singular aventura que representó bastante más que una simple salida en bicicleta de varios días. Se trató de un viaje iniciático y de un hecho que marcaría perfectamente un antes y un después en mi vida. En el segundo día de aquella excursión y mientras posábamos elegantemente ante la puerta de una de las catedrales que tendríamos la ocasión de visitar a lo largo de todo el trayecto, pude observar, con bastante claridad pero con muchísimas dudas, que las almohadillas de la palma de mi mano izquierda tenían un volu-men inferior al de mi mano derecha y acompañadas de un ligero pero agudo dolor. En aquel momento lo achaqué a las seis horas continuadas que habíamos permanecido montados en la bicicleta con el consiguiente ajetreo y el inevitable esfuerzo de apoyar todo mi peso en dichas almohadillas y en contacto con el manillar. Hasta aquellos días atesoraba la idea de que cualquier contratiempo físico se subsanaba con un buen sueño reparador, como aquellos golpes que uno recibe de pequeño y que a la mañana siguiente se sustituye el intenso dolor por un sinfín de tonalidades azules, moradas y violetas con los que se decora el pertinente hematoma. Es de recibo reconocer que conforme uno va aumentando en edad quizás necesite más de una noche reparadora, pero con más o menos tiempo el proceso se repetía una y otra vez.

Pasaron los días después de aquella primera percepción cuando a media mañana y acumulando grandes dosis de esfuerzo empecé a notar un dolor profundo y agudo en el centro de mi espalda. Era, por decirlo de alguna manera, un dolor que se manifestaba de dentro hacia fuera. A diferencia de cualquier otra agresión como pueda ser el impacto de una piedra en cualquier parte de nuestro cuerpo, y donde el dolor se introduce en nuestro sistema nervioso a partir y a través del punto de impacto de esa piedra, aquellas punzadas parecían provenir de lo más íntimo de la zona donde se gestan sensaciones sutiles y dolores. Era obvio, como así fue, que ninguna crema corticoidal fue capaz de mitigar el dolor, remitiendo éste, sólo con el descanso y preferiblemente en posición horizontal. Aquella molestia fue el souvenir más desagradable que pude traerme de tierras gallegas y del cual, todavía hoy, no he podido del todo desprenderme. Quizás todo esto no tenga nada que ver con lo que ahora me pasa y con lo que empezó a pasarme medio año después, o quizá sí. Quizá se trataba de un sabio aviso que mi salud me enviaba con sutileza. Las dudas de la relación de todos estos sucesos con mi estado actual son las originadas por el concepto educacional de que todo tiene que tener una causa y que casi con toda seguridad injustificadamente achaco a estos sucesos relatados para justificar algo que todavía sigue sin justificarse.

La cuestión es que el viaje finalizó pero tras él se originaron tiempos de cambio, tiempos de revolución personal que llevaron a tomar la decisión de materializar de una vez por todas sueños pendientes. En mi caso, mi sueño pendiente era ser bombero. Maticemos; ni bombero torero, ni bombero payaso, ni nada que se le parezca, simplemente bombero. Sí, sí, como aquéllos que acos-tumbran a ir en camiones de color rojo con las sirenas calabazas encendidas, como aquéllos que intentan y consiguen salvar vidas, como aquéllos que ponen sus propias vidas en beneficio de la de los demás, como aquéllos que por voca-ción se dedican a una tarea en concreto, etc. Las razones podrían resultar inter-minables pero, y esto ya lo he escrito en otras ocasiones, lo que sí resulta una contundente realidad es que llevaba dieciséis años trabajando en la misma em-presa y aunque en todos esos años había cambiado de actividad o tarea empe-zaba a asumir unas responsabilidades que por lo visto estaban bastante por encima de mis posibilidades y empezaba a sentirme francamente agotado y algo desquiciado. Algo tan sencillo como a la vez tan usado como la palabra "estrés" empezaba a invadirme por todos los flancos. A priori, tras el análisis que todo esto me ha conllevado, podría decir que no era un problema de actitudes, es decir, no podríamos llegar a afirmar que era un problema de no poder enfren-tarme a un determinado trabajo y a las responsabilidades que conllevara. Habría que centrar el tema en sumar lo anterior con una situación familiar que podríamos, de la forma más suave, definir como complicada y cuyo resultado de la suma saturaba mi capacidad de asimilación. Serviría, como ejemplo más claro, la imagen de dos personas que ante la misma situación, ante el mismo trabajo, ante la misma preocupación y sin entrar en el debate de cuál es más capaz, dando por supuesto que ambos lo son suficientemente, cada cual reac-ciona de una forma u otra ante una situación complicada. Será, en definitiva, y nuevamente me atrevo a opinar sobre una cuestión sin tener una base científica y basándome sólo en mi propia experiencia, una cuestión básicamente de carácter, una cuestión básica de actitud, la actitud de cada cual delante de una situación u otra.

De la misma forma que los creyentes en determinadas ciencias esperan extrañas, y muy distantes en tiempo, conjunciones planetarias, en mí y de una forma mucho menos científica se mezclaban entre si ciertos elementos de mi vida que me empujaban de forma insistente hacia la toma de una decisión que por completo la cambiaría. La decisión era de afrontar el reto de unas oposiciones al Cuerpo de Bomberos del gobierno autonómico. Estaba en el límite de edad y ello comportaba un gasto energético y económico muy importante, pero aún así el planteamiento de base, con el cual defendí ante todos esa decisión, era de que no podríamos estar el resto de nuestros días pensando en que hubiese sido si hubiésemos hecho esto o aquello. Empujado más por la pasión que por la razón empecé a concentrarme en aquel esfuerzo. Era, eso sí, un añadido más en mi mochila de preocupaciones pero la ocasión se lo merecía. Nunca más se volverían a presentar tantos factores favorables y en ningún momento albergué duda ninguna de mi capacidad para enfrentarme a aquel reto.

Lo primero fue matricularme en una autoescuela para obtener el permiso de conducción de camiones y autobuses, requisito obligatorio para poder concurrir a las oposiciones, así que con toda la alegría del mundo, pero con la pena del desembolso económico, empecé a asistir a clases de mecánica para poder presentarme al examen teórico y así poder empezar las clases prácticas. El primer obstáculo fue superado aunque por mínimos pues tan sólo una respuesta correcta separó el éxito del fracaso pero las condiciones son las que son y apoyándome en la norma de no realizar esfuerzos innecesarios hice lo justo para recibir la justa recompensa. La sorpresa fue que cuando acudí a la autoescuela con el aprobado bajo el brazo y con la idea de concretar el inicio de las clases prácticas éstos me indicaron que debía de dirigirme a otra autoescuela asociada con ellos, los cuales sí disponían de lo necesario para realizar dichas prácticas. En fin, curioso porque uno va a la autoescuela de al lado de casa por una simple cuestión de comodidad y no a otra que está en la otra punta de la ciudad así que aún sintiéndome algo engañado y con la motivación de enfrentarme al siguiente obstáculo me dirigí al Paralelo, casi enfrente del teatro Apolo de Barcelona donde estaban las oficinas de la autoescuela a la que me habían derivado. El local, cutre donde los haya, necesitaba desde hacía tiempo una buena mano de pintura. El mobiliario era de fórmica oscura y extremadamente funcional, como dirían algunos, y detrás del mostrador esperaba ajetreada una chica con sobrepeso y que sin conseguirlo pretendía hacerse la simpática. Se sorprendió, dudosamente, al conocer en persona al único de las dos autoescuelas que había aprobado el examen teórico de mecánica aquella misma mañana y al final de tanta gracia, sin gracia, conseguí que me diera día y hora para iniciar la primera práctica.

El tiempo apremiaba y aunque todavía no se había publicado la convo-catoria oficial de las oposiciones todo indicaba que sucedería a lo sumo antes de tres meses. Esta cercanía sólo invocaba al agobio, el agobio de poder tener el permiso de conducción antes de que aparecieran las oposiciones y aunque ma-terialmente era posible ese corto margen de tiempo no permitía ningún error.

Con el responsable de las maniobras todo resultó fácil y cómodo, sin exageraciones pero correcto y como no podía ser de otra forma el día del examen acabó de la misma manera. Dos de dos, dos aprobados de dos exámenes, pero el tiempo corriendo en contra de mis necesidades. Los niveles de agobio, los niveles de estrés aumentaban en todos los frentes abiertos; en casa, en el trabajo, la mal-dita oposición, el permiso de conducción sin el cual todo aquel esfuerzo podría resultar en vano.

Por si no resultaba suficiente todo aquello, el remate fue conocer al res-ponsable de las maniobras y la circulación con el autobús. Aquel patético en-gendro con forma humana resultó ser alguien sumamente desagradable de trato y su cercanía sólo desprendía rechazo y negatividad. Desde el primer momento, desde el primer minuto, se encargó de intimidarme gratuitamente sin el más mínimo motivo dándose una importancia que por todos los costados carecía. Así que de entrada acabó siendo un problema añadido más. Aquel personaje resultaba ser un escollo enorme y desagradable a la vista que sólo hacía que aumentar las grandes dosis de ansiedad que se acumulaban en mi interior. Así pasó día tras día, con el insufrible discurso grandilocuente de aquél que sin poderlo evitar se sentaba cada tarde a mi derecha olvidando, por su parte, cual era su posición en mi vida y cual su tarea a desempeñar y que por el cual no realicé ningún esfuerzo para contentar. ¿Para qué? No recuerdo todavía hoy a nadie que me haya provocado tanta adversidad, tanto rechazo.

Si dicen algunos, cuando nos referimos a relaciones humanas, que todo acaba por ser una simple reacción química, aquélla, puedo prometer y prometo, que acabó por ser explosiva. Las prácticas en si no entrañaban ninguna dificul-tad, pero la mirada inquisidora de aquel indefinible resultaba del todo molesta y sólo hacía que entorpecer y convertir en difícil lo fácil. Volvía a someter a mi inte-lecto con enormes dudas de que si todo aquel esfuerzo era compensado por una posible recompensa y cada vez me sentía más y más agotado.

El clímax de aquella situación llegó a la media docena de prácticas. Me mordía la lengua para no enviar a un sitio poco agradable a aquella mancha oscura que, desde fuera del autobús, me increpaba constantemente por todo aquello que yo realizaba a los mandos de aquella tartana caduca. Me sentí aca-bado. Lo recuerdo como si fuera ahora, lo recuerdo y casi lo sufro, como lo sufría aquella noche en la que tras un colapso mental y un agotamiento físico in-conmensurable apoyé mis brazos y mi cabeza sobre aquel volante duro y frío mientras sentía que algo dentro de mí se estaba fracturando. La situación me permitía la suficiente lucidez como para darme cuenta de que ya no podía más, la suficiente lucidez como para todavía poderme interrogar acerca de lo que podía o no podía hacer y pese al poco margen de maniobra del que podía dis-poner todavía pude sacar fuerzas de donde no las había para poder contestar a la pregunta de aquel monstruo que me interrogaba sobre el porqué del haberme parado a media maniobra.

Poco consciente era que la rotura interna escondía una interminable sorpresa. A los pocos días subí de nuevo al examen para someterme esta vez a la prueba práctica de las maniobras con el autobús repitiendo el éxito. Tres de tres.

Todo se manifestaba ya más accesible, más cercano y sólo quedaba el paso final. Agotado pero decidido interrogué a aquel "señor" acerca de la posi-bilidad de subir a la semana siguiente al último examen, al de la circulación, a lo cual me respondió que "ni hablar". Reconozco que en aquel momento reventé y debí perder la compostura pues tras una corta y contundente discusión me emplazó a lugares poco atractivos. Sólo me quedaba el recurso de hablar con los responsables de una y otra autoescuela. A la primera por ser responsables sub-sidiarios de encontrarme en aquella situación, en aquel antro cuna de gilipolleces y de los respectivos propietarios de las mismas. Los de la primera autoescuela se comprometieron a indagar sobre el tema pero no tuve ninguna respuesta inminente así que irritado como nunca descolgué el teléfono para comunicarme con los responsables de mi enfado. Alertados por la llamada telefónica de la primera autoescuela me encontré ante unos señores que mantenían una posición que, por falta de razones, se basó por completo en el descrédito personal, en el insulto, en la falta total de consideración y respeto, olvidando por completo el concepto más básico y al cual alegué: el que paga manda. Ellos, el dúo compuesto por el propietario de la autoescuela y su secuaz, el "maestro" autobusero, se parapetaban una y otra vez con la estúpida excusa de que ellos podían recibir una reprimenda por parte de la autoridad competente por presentar a alguien a un examen sin estar lo suficientemente preparado. Mi réplica la basé en el hecho de que el dinero que invertía en mi preparación era el mío y la responsabilidad de estar o no estar preparado para tal acontecimiento tampoco se había puesto en cuestión en las tres pruebas anteriores y por lo tanto, en la cuarta y última, debía ser decisión única y exclusivamente mía y que ellos debían, por ética y lógica, someterse a mis deseos y facilitarme lo máximo posible las condiciones y la ayuda de acuerdo a tal decisión, algo por lo que recibían sus correspondientes honorarios, y que eran ellos los que estaban a mi servicio y no yo al servicio de sus intereses.

Su último insulto precedió al cuelgue violento del teléfono. Estaba fran-camente indignado. Había sido insultado, ninguneado y tratado como aquel cerdo que habita en la más inmunda y sobre explotada granja. Aquella noche no dormí, alterado por los acontecimientos me sobrevino el insomnio y la idea de encontrarme en un callejón sin salida permanecía estática en aquella zona del cerebro donde guardamos algunos de nuestros problemas sin solución. Sabía que al día siguiente me esperaba más de lo mismo pero con el agravante de tener a alguien, y ya sin disimulo, completamente confrontado conmigo. Por momentos me sentía rodeado de los más oscuros y siniestros personajes de la mejor de las películas de cine negro del director estadounidense Francis Ford Coppola. Temía por cual sería la furibunda treta que pudieran preparar aquella basura barriobajera para devolverme con el más sonoro guantazo aquella, para ellos, insolencia a la cual me había atrevido, la de poner en cuestión sus más siniestras prácticas.

Al día siguiente volvía a subirme y a tomar los mandos de aquella gua-gua tercermundista manteniendo a mi derecha al personaje incalificable que limitándose a decir izquierda y derecha hizo dirigirme a la carretera que recorre turísticamente las costas del macizo del Garraf. Para rematarlo tendré que añadir que era de noche. Estaba claro que aquello era una intimidación más y doy fe que el gesto me impresionó aunque lo intenté disimular lo máximo posible. Supongo que por momentos incluso él mismo se dio cuenta del acto irresponsable al cual me estaba sometiendo o quizás no, quizá su propio miedo, su propio acojono hizo que a medio recorrido de tan revirada carretera me indicara escuetamente que procediera a dar media vuelta y emprendiéramos el camino de retorno al punto de salida.

La cuestión es que acabé por salirme con la mía y a los pocos días de aquel desagradable episodio fui al examen de circulación. Estaba nervioso, lo reconozco, supongo que aquellos nervios hicieron que cuando me tocó el turno de ponerme al volante le diera demasiado brío al pedal acelerador mientras regresábamos a la ciudad por la autovía de Castelldefels, tomando después la Ronda del Mig y tomar la salida de la Travessera de les Corts. Fue en ese punto y mientras nos dirigíamos a la esquina de la calle Numancia para regresar a la montaña de Montjuic, nuestro punto de partida, cuando un camión aparcado en doble fila me barraba el paso en el único carril disponible en nuestro sentido de la marcha. Las dudas me invadieron y no sabía exactamente que hacer así que opté por algo que no resultó ser precisamente acertado e invadí el carril contrario pisando dos líneas continuas y a punto de dar con el retrovisor del autobús con la parte trasera del camión así que mi "querido" maestro, con el cual empiezo ya a agotar todos los adjetivos calificativos, apretó su pedal de freno adornándolo con una mirada de aquéllas que pretenden helar al que la recibe y que ocultaba la más ancha de sus satisfacciones. El suspenso significaba una derrota de mis argumentos y la satisfactoria victoria para otros además de retrasar en una semana la posibilidad de superar aquel escollo.

Así que durante cinco días más tuve que resistir, soportar, aguantar las impertinencias de aquel impresentable, del cual tuve que escuchar la letanía de su discurso del porqué de lo acontecido en el primer examen de circulación. También, el suspenso, me sirvió para calmarme y relativizar sobre todo aquel tema e intentar retener la más mínima dosis de tranquilidad. En aquel estado difícil de explicar volvía a los siete días a encontrarme de nuevo en la misma tesitura, a los mandos de aquella infame tartana. El control personal, la suerte y las propicias circunstancias hicieron que esta vez no errara en mi propósito. Mi itinerario de examen transcurrió por la Ronda de Dalt a una hora en la que el tráfico no era voluminoso pero tampoco permitía un exceso de brío sobre el pedal acelerador, así que sin abandonar el carril derecho con una modestia destacable me mantuve en aquella vía hasta las inmediaciones de la Avenida del Tibidabo, muy cerca del Museo de la Ciencia, donde el examinador me indicó que detuviera al vehículo a la derecha, dando por finalizado mi examen con un resultado satisfactorio. Al levantarme del asiento del conductor ni siquiera me tomé la molestia de mirar a la cara del impresentable de mi "maestro" y me limité a saborear aquel momento. Cuatro de cinco, resumiendo no estaba mal. Al llegar a la zona donde debíamos despedirnos del examinador y donde se encontraban aparcados los respectivos coches de todos los que habíamos participado aquella mañana en aquel examen, el impresentable, al ver desaparecer al examinador por una de las calles adyacentes empezó a emitir toda clase de alaridos, rebuznos, ladridos y maldiciones en voz alta y de entre las cuales habría que destacar ésta: me cago en mis muertos, el único que no tenía que aprobar va y aprueba y los demás no... Estaba claro que aquel impresentable se alegró de mi éxito y se entristeció mucho del fracaso de los otros tres compañeros que aquella mañana habían intentado superar aquel examen.

Atónito observaba la expresión de ira de aquel personaje mientras yo intentaba controlar la más cínica de las sonrisas que de buen grado me hubiese gustado dedicarle. Puse, durante aquel instante, la mejor de mis caras de bobo mientras asentía con mi cabeza a la petición del impresentable que me reclama-ba sin el más mínimo pudor una botella de cava por sus esfuerzos y su interés sin los cuales, según él, jamás de los jamases hubiera conseguido mi objetivo. Por un momento me invadieron las dudas de si abrazarle o escupirle así que opté por no hacer ninguna de las dos cosas y dedicarle un escueto y frío hasta otra y reser-varme hasta encontrarme en el interior de mi coche para lanzar el más descomunal y contundente grito de a la mierda y poder expresar en solitario la más inmensa de las alegrías.

Nunca más volví a ver al impresentable ni a ninguno de sus secuaces y aprovecho esta circunstancia para enviarles el más inmundo y pestilente repro-che imaginable.



Supongo que os preguntaréis el porqué de tanto detalle sobre este epi-sodio. La respuesta es simple, sólo pretendo justificar mi teoría sobre que de-terminadas enfermedades se desencadenan por situaciones de estrés continua-das y prolongadas en el tiempo asegurando que el episodio relatado sólo era la gota que colmaba el vaso. Hay enfermedades que parecen a priori modernas, o dicho de otra manera, de reciente factura y la que me ataca, y la que padezco, estaría englobada en éstas. No quiero decir con ello que el estrés sea la causa, aunque tampoco me atrevería a decir lo contrario, pero quizá si pueda resultar ser el detonante, la mecha, el activador, el que provoca que la parte fisiológica más débil de cada cual se muestre mucho más vulnerable que en una situación ausente de ese estrés. Lógicamente, con este rollo, con esta teoría, nadie puede plantarse delante de ningún médico ya que, y sin poder decir siempre, éstos se muestran encorsetados por protocolos que no les permiten ver más que lo que estrictamente se describe en ellos.

Pero dejaremos momentáneamente de lado esta teoría que más adelante afrontaremos más concienzudamente. También dejaremos de lado por ahora los comentarios acerca de algún que otro comportamiento médico todo y que aprovecho la ocasión para hacer mención de lo poco agradecida que es la rama de la medicina llamada "neurología" pues, y reconociendo que puedo hacer esta afirmación por la parte que me toca, es una de las que menos soluciones aporta a los problemas que se plantean dentro de su ámbito.



Superado aquel escollo que por mutación espontánea se había conver-tido en el más mugriento y pudorífero vertido contaminante, sólo quedaba dar un paso más. Al día siguiente me inscribía en uno de los mejores gimnasios del barrio y solicitaba a uno de los monitores del mismo un programa de entrena-miento para superar las pruebas físicas a las cuales debía enfrentarme para su-perar la oposición. También hablé con la responsable de la piscina del mismo gimnasio para mejorar, en mucho, mi estilo y mis facultades en el mundo de la natación. En principio todo parecía sencillo pues con treinta y cuatro años y sin haber sido nunca alguien con unas facultades físicas excepcionales sí mantenía un buen estado de forma gracias a no haber dejado nunca de realizar actividad física pese a todo y a todos.

Forcé la maquinaria física convencido de poder soportar cualquier es-fuerzo razonable y si bien en un principio todo parecía responder de acuerdo al esfuerzo, lo cual me permitía incrementar paulatinamente pero con moderación las cargas de trabajo, llegó el día en que mi brazo izquierdo empezó a mostrarse algo vago. Mientras el resto del cuerpo evolucionaba conforme al plan estable-cido, la musculatura del brazo izquierdo se resistía a la evolución para poste-riormente iniciar su declive lento pero progresivo. Me sentía desorientado por aquel fenómeno al cual y en completo silencio asocié a una sobrecarga de trabajo. Eran demasiadas cosas las que estaban pasando a mi alrededor, la excesiva carga de trabajo en mi empleo "oficial", la situación familiar que reaccionaba negativamente, como siempre, ante el más mínimo cambio, las innumerables horas invertidas en el estudio del temario que recogía la oposición y para acabar de adobarlo, el entreno físico diario con doble sesión. Pero la cuestión fue que mientras el resto del cuerpo evolucionaba, poco a poco el brazo izquierdo se debilitaba deteniendo la progresión del resto y afectando especialmente la predisposición mental a soportar más esfuerzos suplementarios. Tardé aproxi-madamente mes y medio en empezar a declarar en voz alta los primeros sínto-mas de aquella situación y las respuestas fueron de lo más variopinto imagina-ble. Por un lado teníamos al monitor del gimnasio que se mostraba sumamente desconcertado pues, según él, no tenía conocimiento de algo parecido. Supongo que estaría más acostumbrado a encontrar fenómenos parecidos pero siempre manteniendo un criterio de simetría, es decir, que fallaran los dos brazos o que fallaran las dos piernas, así que ante la duda me aconsejó no forzar mi maqui-naria fisiológica. En el otro extremo se encontraba aquélla que, de nuevo, no nombraremos por su nombre, la cual, sin tener un excesivo conocimiento de todo aquello se limitó a indicarme donde estaba el médico y que no le diera más problemas de los que ya tenía. ¿A qué problemas se referiría?

Si en un principio achacaba todo aquello a un posible cansancio, me consolaba con la idea de que descansando la situación se recompondría, aunque también obsesionado por la idea de ser bombero me autolanzaba el pensamiento de que no tenía tiempo que perder y por lo tanto no podía de ninguna forma abandonar el entreno. No obstante, la situación resultaba desmotivante y empe-zaba a echar cada mañana por el suelo la teoría de que el descanso nocturno resultaba siempre reparador y asistía atónito a como por la mañana el mal y los problemas se despertaban con la misma virulencia con la que se acostaban.

La oposición se saldó de una forma que hasta puede resultar cómica. Al final suspendí la prueba del catalán. Sí, sí, la prueba de mi lengua materna, algo que curiosamente nadie entendía pero así fue lo que fue. Los partidarios de deter-minadas teorías podrían justificar este final como que no fue porque no tenía que ser y pasado el tiempo comparto casi del todo esta justificación. Todos los aconte-cimientos acaecidos posteriormente al inicio de la manifestación de mi mal no podrían haber sido ni superados ni vividos de la misma forma si hubiese entrado a formar parte de tan admirado Cuerpo.

Llegó el momento en el que, abrumado por el hecho de no ver ni entrever la más leve mejoría pese a un cese del entreno más duro, me decidí acudir al médico. La primera decisión que tomó el primer traumatólogo que me visitó fue recetarme más de una treintena de inyecciones de un complejo vitamínico para intentar recomponer lo antes posible el tono muscular, aunque también solicitó una exploración radiológica y una resonancia magnética a fin de investigar acerca de alguna posible lesión.

Las inyecciones sólo sirvieron para dejarme el trasero dolorido mientras que la resonancia sirvió para detectar una hernia discal cervical con protusiones en las cervicales adyacentes a las que albergaba la hernia. A partir de aquel momento todo fue un peregrinaje de médico en médico y las preguntas cons-tantes del porqué, de cuál era la causa, de cuál podía ser la causa. ¿Tal vez aquel accidente de montaña que me hizo caer por un puente desde una altura de 10 metros?, ¿tal vez aquel accidente de moto que me provocó una conmoción cere-bral y una pérdida temporal de memoria? Quizá no fue ninguno de esos acon-tecimientos. Quizás no sepamos nunca la razón del porqué uno, sin el más mínimo motivo, entra en la desafortunada rueda de la fortuna de padecer o no padecer uno u otro mal. Quizás la genética, tan de moda actualmente, nos tenga preparadas, dentro de su código, estas desagradables sorpresas. Curiosamente los científicos pueden llegar a afirmar que esto es así, que esto pasa, pero en cambio todavía no pueden darnos una respuesta a la pregunta principal que no es otra que la del ¿por qué?, ¿por qué yo ?, ¿por qué ahora y no antes o después?

Al final resulta que la cuestión más importante es que embarcados en esta vida acelerada, sin pausa, resulta inoportuno también el momento de en-fermar. Porque es así, casi le damos menos importancia al mal en sí mismo que no al momento en que se manifiesta porque, seguro, que a lo que daremos más importancia es a nuestro ritmo de vida roto, a la no consecución imprevista de nuestros objetivos, que no a las propias consecuencias del mal que nos acecha. Siempre resulta inoportuno enfermar, aunque sólo sea por una más o menos importante gripe invernal que pueda llevarnos a privarnos de un fin de semana de esquí, de una entrañable cena de amigos, de cualquier cosa planificada con anterioridad.

Recordando aquellos dos años en los que visité uno tras otro a trau-matólogos, neurólogos, neurocirujanos, fisioterapeutas, osteópatas, la memoria se me torna oscura, como oscuros eran mis pensamientos, mis reflexiones, mi vida, abrumado por un inexplicable e inoportuno mal que hacía volar mi ima-ginación hasta situaciones hoy ya vividas. Me resulta ahora hasta difícil explicar mi reacción ante aquella situación, de como miraba hacia otro lado para no tener que ver la terrible realidad que me invadía, de como intentaba una y otra vez simular una normalidad que incluso a los ojos de los demás ya no lo era, de como intentaba a mí mismo convencerme de que aquello se trataba solamente de una situación temporal, de algo que en cuestión de días se solucionaría, de que aquello no podía ser real, de que debía de tratarse de algo pequeño que ocasio-naba un gran contratiempo pero que una vez encontrada esa pequeñez se resol-verían de un plumazo las inconveniencias.

Así transcurrió un día tras otro, visita médica tras visita médica, ese tiempo que me convirtió en alguien no exageradamente malhumorado pero sí en una persona gris, en alguien triste, en alguien a quien había abandonado el brillo de sus ojos.

Fue en un mes de junio de dos años más tarde de la aparición de los primeros síntomas cuando me plantearon la posibilidad de someterme a una operación para eliminar la hernia discal entre la quinta y la sexta vértebra cervi-cal. No se planteó nunca, la intervención, como solución definitiva sino que más bien se trataba de eliminar posibles patologías. Nos encontrábamos en un punto en el que, sin saber de que se trataba, era cuestión de poder decir de lo que no se trataba. Así que accedí, con temores pero sin dudas, a la intervención con la esperanza de que al despertarme de los efectos de la anestesia todo lo acontecido pasaría lo antes posible al baúl de los recuerdos.

No fue así. Si bien la operación no tuvo ningún contratiempo importante la larga y delicada recuperación se prolongó durante dos meses entreviendo en ellas mejoras físicas, más bien achacables a la situación de reposo casi total que no a los efectos conseguidos con la intervención. Fue durante este periodo que empecé a notar los primeros síntomas de vagancia en mi otro brazo, algo que también reflejaban los resultados de algunas pruebas complementarias al proceso y que incluso alguna de las que se consideraban las primeras de la clase en su especialidad se atrevieron a insinuar que también las extremidades infe-riores empezaban a mostrar las primeras muestras de la extensión del mal.

Pese a todo y empujado con la inercia del continuo disimulo de la reali-dad volví al trabajo "oficial" para tropezar de bruces con lo evidente e inevitable mediante un episodio que en otro tiempo hubiera resultado hasta divertido. Recuerdo aquel día como si fuera ahora. Fue a la hora de comer y después de pasar por el respectivo autoservicio, recoger plato a plato la comida y efectuar el respectivo pago, cuando las fuerzas de mis brazos fallaron precipitando el contenido de la bandeja en su totalidad al suelo, algo que originó al resto de los comensales el consiguiente y para ellos divertido alboroto y en mí la más pro-funda de las vergüenzas. En aquel momento decidí que aquella situación no podía prolongarse más en el tiempo y casi sin probar bocado recogí lo que pude del suelo para depositarlo en el contenedor previsto para tal fin y dirigirme de regreso a mi puesto de trabajo. Recuerdo que tomé asiento ante mi mesa y me limité a reflexionar. Cuál sería mi expresión cuando uno de mis más cercanos compañeros se dirigió a mí para interrogarme del porqué de mi estado. Me limité en alzar la mirada y contestarle con un simple y escueto mañana no vendré a trabajar. Él intentó plantearme alternativas inviables del todo para mí y tuve que rematar sus intentos con una simple pregunta: ¿me subirás tú los pantalones cuando tenga que ir al servicio a cagar?

Aquél fue el último día que pisé la oficina y ni siquiera me tomé la mo-lestia de recoger mis cosas. Aquella misma tarde me dirigí con cierto enfado a la visita del médico de cabecera dispuesto a exigirle que me diera la baja laboral hasta que se aclarara una cosa u otra. Su actitud cambió respecto a lo habitual al oír todos mis argumentos e incluso se disculpó por no haber atendido y enten-dido mis circunstancias desde un buen principio aunque me solicitó más do-cumentación para poder justificar ante sus responsables una baja que a priori se avecinaba larga.

Ya hacía tiempo que mi mente empezaba acostumbrarse a poner fecha a todo aquello que paulatina y progresivamente dejaba de hacer… hace dos meses fue la última vez que cogí la bicicleta, etc., títulos como éste que, como si se trataran de placas conmemorativas del paso de algún personaje ilustre o de la pomposa inauguración del político o mandatario de turno, encabezaban el cuando fue la última vez que hice una cosa u otra. Ahora era el turno de poner fecha al último día que trabajé. Era una situación que debo reconocer fue soñada, pero digo soñada no desde el punto positivo con el cual la mayoría de las veces hacemos referencia a los sueños agradables, sino más bien a las pesadillas que acaban por convertirse en realidad, aquéllas que hacen que a medianoche uno se despierte angustiado y sudoroso y con temor a volver a coger el sueño. Con el tiempo todas aquellas placas conmemorativas, todos aquellos títulos, se irían ampliando paulatinamente y he aquí algunas que pueden servir como buen ejemplo de lo que , cuando estamos bien, hacemos sin darle la más mínima importancia pero que suponen importantes esfuerzos aceptar el dejar de hacerlo: hace medio año que conduje un automóvil por última vez, hace un año que no puedo rascarme la cabeza con mis propias manos, hace 18 meses que no puedo andar más de dos pasos seguidos, en fin, un largo etcétera y que por separado se alojan como losas en mi mente y a las cuales resisto impenitente a cada una de ellas.

Aquellos días para muchos pueden presentarse como el principio del fin o bien, para los más optimistas, como el principio del principio pero la verdad es que a tiro pasado reconozco que para mí fue una bifurcación en el camino, en mi camino, en el camino de mi vida. A partir de aquel momento sólo quedaba libre la facultad de ponerse, figuradamente, "las pilas" y abrir todos los ventanales de mi vida para que entrara de nuevo la luz y el aire fresco. Si el edificio que albergaba mi ser mostraba signos de deterioro había que apuntalarlo lo suficiente como para que resistiera la climatología adversa y pudiera mantener cuotas de habitabilidad suficientes para poder llevar una vida digna. Con el tiempo descubrí que para sobrevivir, para subsistir tendría que trasladar mis deterioradas paredes y mis resistentes cimientos a otros parajes, a otras zonas más aptas, más adaptadas, más tolerantes a las imperfecciones, más versátiles a las inclemencias y a los contratiempos, aunque el costo del traslado resultara sumamente elevado y a todas luces excesivo.

Podríamos seguir con la cronología del día a día de los aproximada-mente nueve años en los que todo empezó pero acabaría resultando un lento y progresivo relato de la aparición de un síntoma tras otro o de la lenta y progre-siva desaparición de una u otra facultad. Al final todo se convierte en un sofisti-cado ejercicio de resistencia y del cual, por sorpresa, obtengo unos sorprendentes resultados. Es del todo curioso que yo mismo tenga que decirme esto, que yo mismo tenga que felicitarme por la forma con la que sobrellevo toda esta situación. No sé bien si los demás evitan el hacerlo por una extraña considera-ción o con el temor de que pueda sentirme ofendido o quizás malentendiera sus palabras confundiéndolas con la exteriorización de sentimientos de pena hacia mí. La cuestión es que poco a poco voy convirtiéndome en una especie de su-perman pero sin la capa, sin alas, sin la capacidad de movimiento pero con una resistencia que incluso yo, en más de una ocasión, pongo en tela de juicio. Hay días en los que incluso pienso que quizás sea una persona descerebrada sin la más mínima capacidad de análisis y que por ello parece no afectarle todo el ambiente hostil que le rodea ni sus propias circunstancias. La enfermedad incu-rable, las consecuencias invalidantes de la misma, la ausencia presencial de mis hijos, la poca implicación y progresivo distanciamiento de la familia directa, la hostilidad que demuestra y la poca aceptación de la que quizás sea algún día mi familia "política" (curiosa definición) de la cual tendremos que hablar con cierto detalle, la lenta y progresiva desaparición de determinados individuos que de una forma activa y positiva han influido en mi vida, la escasez de recursos, la cada vez más presente chapuza nacional que nos invade que hace que todo asunto se convierta en inacabado, defectuoso o realizado con unos niveles de calidad muy por debajo de lo admisible, etc. etc. la lista podría presentarse como interminable.

Supongo que se podría entrever en estas líneas cierta negatividad, cierto pesimismo. Es verdad que algunas de estas cosas las padece todo el mundo pero en ocasiones tengo la sensación de que se manifiestan a la vez que se me aparece, de vez en cuando y no muy a menudo, el rótulo luminoso de no puedo más y me hundo en el más profundo de los cansancios esperando y rogando que se hagan realidad los más infantiles cuentos y aparezca cuanto antes mi esplendorosa y luminosa hada madrina, para que me consuele, para que dé respuestas a mis preguntas, esperando sus caricias.

Es justo reconocer que aparece cada día a la misma hora, de la misma forma que antes ha desaparecido también a la misma. Mi milagro particular. De ella algo ya se ha apuntado y de ella concretaremos más con posterioridad.

Estamos llegando al final porque veo que el tema se agota. Quizás sea momento de retomar la teoría del estrés. Como se ha podido leer, he relatado con especial detalle aquellos días, aquellos episodios en los cuales sentí un "crack" interno que hizo saltar los precintos originales de la salud. No tengo, y lo reconozco, la pertinente formación mínima y por supuesto la más mínima base científica como para convertir esta teoría en dogma pero para compensar esa ignorancia sólo puedo basarme en el reconocimiento de ser poseedor del suficiente y a veces asfixiante tiempo como para analizar cada una de las varia-bles que rodea mi vida. En ese análisis soy capaz de sintetizar aquello que me afecta, como también de hacer lo mismo con aquello que me beneficia y poder asegurar que en cuando las situaciones se muestran contrarias la sensación del estrés me invade y me paraliza aún más. Sirva la metáfora del neumático co-rrectamente inflado que al entrar en contacto con el más afilado y diminuto guijarro sufre el desperfecto en forma de microscópico poro por el cual empieza a perder presión y aire. De la misma forma que el neumático, necesito el corres-pondiente parche para seguir rodando con efectividad pero el desperfecto seguirá para siempre escondido debajo del añadido y aunque procuro circular por carreteras limpias, con el firme en buen estado, siempre hay el incívico que sin el más mínimo pudor las ensucia con elementos que puedan resultar ser agresivos para la resistencia implícita del neumático.



En síntesis, sería de justicia reconocer que incluso la situación más críti-ca nunca está del todo exenta de elementos positivos. Mi enfermedad, por su-puesto, tampoco está exenta de cosas buenas. Para empezar, como ya se verá, me hizo valiente, me convirtió en alguien resistente y ha hecho aumentar mi sabiduría. Podríamos seguir reconociendo que esa sabiduría me brinda la capa-cidad de sintetizar lo importante de lo que no lo es, de ver las cosas de una ma-nera que con salud sería francamente difícil, de ver casi de una forma mágica el verdadero rostro de la gente que me rodea. Puedo ver quien está conmigo y quien no lo está. Puedo ver quien estaba conmigo y porque lo estaba, puedo vivir el día a día como si se tratara del último día a vivir. Puedo vivir sin mirar con exceso el pasado y sin mirar con exceso el futuro, puedo vivir cada momento con excesivo entusiasmo, puedo ser políticamente incorrecto, puedo amar todos los días de mi vida como si fueran los últimos días de mi vida, puedo mirar a la muerte sin miedo, como aquél que puede verla como liberación y no como un triste final.



Creo que una buena forma de acabar con este capítulo sería incluir una colaboración en forma de artículo que realicé a petición suya en un boletín de una asociación española de una determinada enfermedad neurológica. Es más de lo mismo, lo mismo ya apuntado en líneas anteriores pero dicho de otra forma y que sirve como buen resumen:



Hace algunos meses, en este mismo boletín, leía como un afectado de ELA com-paraba con cierto tono de humor la casualidad de padecer esta enfermedad con el hecho de ser premiado con seis aciertos en la Lotería Primitiva. Como decía él, cada fin de semana el premio recae en alguien, en alguien desconocido, lejano, algo parecido a lo que ocurre con esta enfermedad hasta que la casualidad te convierte en protagonista de este peculiar sorteo.

Pues bien, ahora puedo decir que soy uno de esos "afortunados" en padecer esta enfermedad, enfermedad que me ha dado lo mejor y lo peor de mi vida.

Empezaremos por lo peor para que al final de la lectura de este artículo no nos quede el regusto amargo tras relatar los grandes y pequeños inconvenientes de este mal. Podíamos empezar perfectamente con las dos primeras preguntas que te genera el saber que algo en tu cuerpo no funciona como es debido: ¿por qué?, ¿por qué causa? La primera esconde un pronombre que intento evitar para que no se me acuse de egocéntrico, aunque no debemos engañarnos entre nosotros así que no lo reprimiré: ¿por qué yo? Desde pequeños nos enseñan en la escuela que todo viene precedido de una causa, que todo lo que acontece es por algo que lo determina, mientras que de mayores nos amenazan con aquel dicho de que "quien la hace la paga”. Así que llegados a este punto la pregunta sigue sin ser respondida ya que creo que a la mayoría nadie nos ha explicado el porqué de nuestro mal. Y mientras nos preguntamos el porqué tardamos días, meses, e incluso años en obtener una respuesta a la siguiente pregunta: ¿qué es lo que me pasa? Entonces nos encontramos que hasta que no tengamos bien respondida esta pregunta, si es que alguna vez la tendremos bien respondida, vemos como toda nuestra vida se difumina y emborrona como una fotografía mal enfocada. Vemos como la familia, sin entender bien, bien, lo que está pasando te retira de tus débiles brazos a tus sobrinos con temor a que les contagies ese extraño mal que hace dependiente al más autosuficiente y que hace que aquél que juró y perjuró amor y compañía hasta el fin de tus días se replantee incluso su propia existencia y rompa un compromiso, algo tan humano como nuestra propia fragilidad.

Pero bueno, no pasa nada, como dijo el poeta del pueblo, "reconduzcamos la vida", no nos queda otro remedio, y hagámoslo hasta el punto de convertir el verbo re-conducir en una máxima suprema, en un acto de fe que dé sentido al resto de nuestros días y es ahí cuando empieza a volver a enfocarse la imagen y empieza lo mejor de una vida. No es un proceso nada fácil, desde luego, pero mientras el cuerpo se decrepita, la mente, el pensamiento, se hace más ágil y vigoroso y empiezas a ver aquello que las prisas del vivir no te permiten ver. El tiempo se convierte en tu vasallo porque todo se ralentiza, porque ya no hay prisa para nada. No hay prisa para empezar, no hay prisa para acabar, no hay prisa para nada porque las prisas dejan de existir, sólo deseas que el tiempo se detenga, convirtiéndote en un hábil observador que ve la verdadera razón de cosas que antes ni siquiera pensaba que existieran. Ves quien realmente queda a tu lado por el simple hecho de querer estar a tu lado. Ves amor en estado puro pues no queda otra razón para que permanezcan a tu lado y aprendes, como no, a amar a quien te ama y te ayuda porque sabes que es ayuda desinteresada que nunca te pedirá rédito. Así que con tanto tiempo y con tanto amor, te conviertes en un héroe de la resistencia, en un héroe para ti mismo cuando empiezas a comprender que jamás hubieses pensado tener tanta resistencia y tanta paciencia y un héroe para alguno más, para alguno que se toma la molestia de observarte y pueda diferenciar y aceptar lo que fuiste y lo que eres, lo mismo por supuesto, enfrentándote a un nuevo reto, quizás, sin duda, el más importante de tu vida.

Este es mi caso, lo sé, y por eso lo explico con orgullo. Siempre digo que no me sabe mal lo que ahora no puedo hacer, sino que me arrepiento de no haber hecho más cosas cuando podía; no haber abrazado con más asiduidad a mis amigos , no haber paseado con mis hijos por el monte muchas más horas cogidos de la mano , no haber salido en bicicleta aquella mañana de domingo que llovía por no mojarme, etc., etc., así que retomando el verbo "nos reconducimos" o echando mano a uno de sus sinónimos "nos reinventamos" y extraemos el jugo, la más fina y potente esencia a nuestra nueva situación. De nada sirve pensar y lamentarse de lo que podría haber sido sobre algo que nunca será, mientras que contemplamos de reojo la metafórica vela en la que se ha convertido nuestra vida.

Diez años hace ya que observo a diario como hoy estoy peor que ayer aunque mejor que mañana, así que uso el refranero a mi antojo y no dejo para mañana lo que puedo hacer hoy porque la vida es generosa y nos ofrece suficientes puntos de apoyo para proseguir nuestra personal escalada, nuestra personal ascensión.

No quiero, ni pretendo, ni puedo permitirme, aleccionar en nada a nadie. Sólo deseaba, de todo corazón, contaros algunos de mis pensamientos y algunos de mis sen-timientos y compartirlos con vosotros.



Hablar de una enfermedad de previsible final no tiene final...


Capítulo dedicado a la enfermedad de mi libro "Reproches inválidos"